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Aftersun: los parques acuáticos en ruinas y la nostalgia estival en una obra fotográfica y emotiva
Siempre me han fascinado los lugares abandonados: su decadencia estética, el silencio, el paso inexorable del tiempo y el eco de lo que fueron alguna vez. De entre todos ellos, los parques acuáticos de los años 80 ocupan un rincón especial, quizá porque coincidieron con mi juventud en la época de descubrimiento de la madurez.
Así que me ha encantado Aftersun, el proyecto fotográfico que amablemente nos envió Pol Viladoms, que explora precisamente esos escenarios en ruinas que un día fueron templos del ocio veraniego.
A lo largo de quince años, Viladoms ha recorrido más de 50 localizaciones de parques acuáticos abandonados: muchos en la península ibérica, pero también en Francia, Italia, Grecia, Japón o Estados Unidos. Su objetivo no es solo documentar estos espacios, sino reflexionar sobre su vínculo con el turismo de masas, el calor, el bronceado, y esa promesa fugaz de felicidad artificial. En un parque acuático las largas colas de espera son… diferentes, y más cortas, eso es seguro.
Estas instalaciones, surgidas en los 80 y 90 como una extensión del turismo de sol y playa a las ciudades del interior, representaban –y representan, que todavía queda alguno– una diversión hiperbólica convertida en producto desechable. La sobreconstrucción y los cambios de modelo turístico acabaron sellando su abandono. Ahora hay miniparques acuáticos en los hoteles y hasta en la cubierta de algunos cruceros.
El resto quedaron abandonados.
En Aftersun, las fotografías de las ruinas actuales se combinan con fragmentos de antiguas postales de los parques en pleno apogeo, con un efecto de cuatricromía característico. Al recortarlas y aislarlas, Viladoms transforma esos souvenirs en algo íntimo y personal: la trama de colores, impresa y descompuesta, se asemeja al propio recuerdo, que nunca es exacto ni fiable. Una invitación a contemplar lo que fuimos y lo que ya no volverá.
De la primera edición de Aftersun se han impreso 500 copias, a tamaño 20×25cm, con textos de Beatriz Escudero. Son 116 elegantes páginas encuadernadas a la suiza con hilo visto, e incluyen una postal como extra, todo por 45 euros. Una edición preciosa para guardar en la estantería de los libros de fotografía.
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Ya hay que ser cerdo para arrojar miles de barriles radioactivos al fondo del Atlántico, pero es algo que se consideraba normal hasta hace unas décadas
Recientemente se identificaron 3.300 barriles con deshechos nucleares por parte de una expedición científica francesa en el fondo del Atlántico, más cerca de hecho de Galicia que de Francia. A raíz de esto Sabine Hossenfelder, nuestra física teórica de cabecera –ahora metida a youtuber de noticias científicas noticiosas– ha hecho un vídeo sobre cómo era hasta hace poco la situación, algo que a mi me ha indignado cada vez más a medida que lo iba escuchando.
El caso es que los barriles encontrados están a 4.000 metros de profundidad, pero ya se han podido detectar fugas de lo que probablemente es el aglutinante utilizado para sellarlos. De momento no hay señales de fugas radioactivas, pero se han recogido muestras de agua, sedimentos y fauna marina para analizarlas en el laboratorio.
Vigilando el fondo del marEn todo esto está trabajando una misión llamada NODSSUM (Nuclear Ocean Dump Site Survey Monitoring), cuyo objetivo es cartografiar y estudiar las zonas donde, entre los años 1946 y 1993, varios países europeos —Reino Unido, Bélgica, Países Bajos, Suiza y posiblemente Francia— vertieron legalmente más de 200.000 barriles de residuos radiactivos al mar. Algo que hoy en día nos puede parecer más propio de Cerdolandia, pero que durante décadas se consideraba una «solución barata y conveniente». Shit yourself, little parrot.
Esta práctica se prohibió en 1993, gracias a $deity. Que se sepa, los residuos arrojados al océano eran de radioactividad baja o media: sus periodos de semidesintegración son de varios siglos, no de milenios. Aunque el riesgo inmediato es bajo, a los científicos les preocupa el deterioro de los barriles y el posible impacto ecológico y la acumulación de partículas radiactivas en la cadena alimentaria. Como dice Hossenfelder: ¿Atunes fosforescentes en el futuro? Pues veremos.
El otro tema indignante es el hecho de que aunque recuperar los barriles es técnicamente posible resulta extremadamente costoso. Pero –atención– más que nada es algo «políticamente delicado». ¿Para qué remover un problema si simplemente puedes hacer como que no existe, ahorrarte debates políticos y pasarle la patata caliente –o radioactiva– a la siguiente generación? Es algo que llamaría demasiado la atención… algo que no siempre resulta conveniente.
Nuestro cerdísimo comportamiento dice mucho acerca de nuestra despreocupación por el medioambiente en el pasado, pero también lo hace acerca del presente y probablemente del futuro. De momento el problema plantea el dilema de si simplemente ignorar lo que ya está ahí abajo o es mejor enfrentarse al trabajo (y al coste) de solucionarlo. Mientras tanto, esos tristes barriles siguen ahí, oxidados, y esperando.
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